
¿UN EXTRA DE IGNORANCIA? SÍ, GRACIAS
Hace unas semanas asistimos al III Congreso Internacional de Periodismo de Migraciones y Desarrollo de Mérida: un espacio donde se expuso la realidad migratoria actual global y su perspectiva de futuro. Pero no fue un lugar únicamente para académicos, escritores y periodistas. Pudimos escuchar relatos de personas migrantes cuyas historias de vida te plasmaban la verdad en la cara: desde una mujer que de niña cruzó la frontera entre México y EEUU escondida en un camión, hasta un periodista sirio que tuvo que huir del régimen de al-Asad. Este congreso fue sin duda un lugar donde reflexionar acerca del papel del periodismo en las cuestiones migratorias pero, sobre todo, un lugar donde parar y pensar. ¿Somos todas migrantes?
Sin embargo, esto no es una reflexión acerca de cómo entendemos cada una el concepto de migrante, sino cómo desde el periodismo y desde la colectividad de la ciudadanía proyectamos la figura del migrante.
Muchos de los ponentes alegaban que, en realidad, los movimientos migratorios han existido desde los inicios de la humanidad y que todas somos migrantes. No es nada descabellado decir esto, pues, ¿acaso no estamos siempre en circulación, fuera de “nuestro hogar”? Somos un mundo en movimiento. Desde una geopolítica crítica, podemos ver claras esas dicotomías constantes entre lo nuestro y lo vuestro, lo de dentro y lo de fuera, el norte y el sur, los desarrollados y los que “aún les queda ser desarrollados”, el bueno y el malo, el pobre y el rico, blanco-negro, hombre-mujer. Dejémonos de dualidades binarias, -¡el mundo no lo es!- afrontemos el mundo como un inmenso espacio de diversidades y entendamos éstas desde una perspectiva positiva. ¿Es que hay dos personas en este mundo exactamente iguales? Las realidades diversas son necesarias y nos enriquecen.
El periodista Martín Caparrós planteaba que la temática de la migración les obliga al mundo periodístico a pensar cómo contar lo que una gran mayoría no quiere escuchar ni saber. “Es mucho más fácil adjudicar males que pensar realmente el fenómeno”, decía.
Pongámonos a imaginar. Eres una niña de nuevo y te dan a elegir entre dos cosas:
– La primera, serás feliz y alegre para el resto de tu vida, no tendrás que preocuparte por lo que sucede en otras partes del planeta, ni siquiera lo que le ocurre a tu vecina del 3º. No se te necesita como individuo para ayudar a los demás, porque, bueno, ya están los de arriba para ocuparse de eso. No te preocupes por nada más que por tu bienestar y futuro, el resto de cosas no tienen que ver contigo.
– La segunda, tendrás una vida ajetreada, activa, difícil, dura. No todo serán épocas de luz, pero te sentirás plena. Querrás aprender, crecer y formarte para poder construir un mundo mejor, en colectividad, diverso y global. Te frustrarás porque el mundo es injusto y no hay igualdad. Lucharás por conseguir la equidad y el respeto a todo ser humano. Y entenderás, aunque a veces quizá con un poco de sufrimiento, que vale la pena enfadarse y que, en realidad, lo importante no es sólo ser feliz una misma.
En este punto, sabremos que -y no hablo de niñas sino de adultas- muchas personas prefieren optar por la primera propuesta. No queremos vivir infelices y agobiadas. No queremos saber que hay en el mundo unos 272 millones de migrantes (OIM, 2020), que en España hay unas 500.000 personas en situación irregular, que millones de personas están en situaciones críticas de pobreza, desigualdad y vulnerabilidad, que personas mueren diariamente porque en el siglo XXI siguen existiendo las guerras. No queremos ser partícipes de las noticias con las que nos bombardean los medios porque estamos mejor si no pensamos en ello, si no lo vemos ni leemos sobre ello. ¿Cómo crear prensa, entonces, si la gente quiere hacer caso omiso de la realidad? ¿Es el deber del periodista hacer llegar las noticias sobre migrantes a toda la población? ¿Cómo conseguir que la gente sepa de lo que no quiere saber?
Cada vez somos más conscientes de la verdad que se esconde bajo las redes sociales y los medios de comunicación. En el caso de las redes sociales, podemos ver cómo éstas funcionan con algoritmos que deciden por nosotras lo que queremos ver y lo que no. El averiguar en qué momento nos hemos convertido en un sujeto tan fácilmente maleable es una gran pregunta. Aparte de elegir las noticias que únicamente nos interesan -o debería decir, las únicas que no nos perturban ni inquietan demasiado-, las redes sociales se han convertido en una herramienta de control social que rige nuestras vidas y nuestros cuerpos.
Esto, al fin y al cabo, es una invitación a pensar. Debemos entender la invisibilidad y las continuas degradaciones que sufren las personas migrantes. Hemos de cambiar la narrativa con la que durante siglos hemos esbozado al migrante: no es criminal, no es malo. ¿Cuántas personas se asustan cuando escuchan la palabra inmigrante? ¿Por qué se concibe desde esa lógica tan negativa? En una de las ponencias del Congreso se afirmó que el capitalismo, actuando como una dialéctica perversa de mercado, recorta en derechos y salarios de una población [migrantes] a la que no se quiere incluir en el propio sistema. Ya lo decía Foucault: cuanto más segmentados y diferenciados estén los cuerpos, más poder de control tendrá el neoliberalismo para regir sobre estos.
Nos contextualizamos en unas relaciones fundamentadas en la globalización y en la economía-mundo, donde tanto en un lado de la frontera como en el otro no deja nunca de haber intercambios, ya sean económicos, humanos o políticos. Pero ¿somos los humanos lo verdaderamente importante? O, por el contrario, ¿son los intereses individuales un asunto preeminente? ¡Cuestionémonos!