
MIGRACIONES CLIMÁTICAS: CUANDO LA INACCIÓN CUESTA VIDAS
Estos días, con motivo de la Cumbre del Clima celebrada en Glasgow, diversos medios se han hecho eco de la grave crisis humanitaria que está teniendo lugar en Madagascar. Especialmente en el sur del país, y según datos del Programa Mundial de Alimentos de las NNUU, al menos 30.000 personas se encuentran en situación de hambruna, y más de un millón corren también ese riesgo en un futuro próximo. Esta crisis, no obstante, tiene una particularidad: se trata de una hambruna directamente vinculada al cambio climático, responsable de la severidad de las sequías que han asolado a esta isla durante los últimos años.
El caso de Madagascar es uno de los más extremos e impactantes, pero son numerosos los ejemplos de cómo el cambio climático supone una amenaza inmediata para poblaciones enteras, y especialmente para aquellas más vulnerables que habitan el Sur global. Las catástrofes naturales, el aumento del nivel del mar o la destrucción de los ecosistemas no solo ponen en peligro la vida de las personas, sino que también amenazan su modo de vida y su sustento.
Es por ello que, a la par que estos sucesos, son cada vez más comunes tanto los desplazamientos internos (a menudo pasados por alto) como las migraciones internacionales por causas climáticas. Y, si bien no debemos descuidar la complejidad de las motivaciones de las personas migrantes y de sus condiciones particulares, es muy importante no perder de vista el carácter forzado de estas migraciones climáticas para poder dar soluciones efectivas tanto a las personas que abandonan los territorios afectados como a aquellas que permanecen en ellos. De este modo, podemos diferenciar entre dos cuestiones: ¿cómo acabar con este componente forzado de las migraciones climáticas? Y, entre tanto, ¿cómo son recibidos los migrantes climáticos por los Estados de destino?
La primera cuestión incumbe al aspecto estructural de las migraciones climáticas, y por ello, a cómo lograr frenar y revertir la alteración climática y medioambiental. No profundizaré mucho en este aspecto ya que las propuestas del movimiento ecologista son numerosas y superan los objetivos de este artículo; en cualquier caso, tienen como denominador común el uso sostenible de los recursos naturales y la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero.
No obstante, un aspecto que merece la pena destacar es la gran asimetría en lo referido a la responsabilidad de la situación climática actual. Los países ricos e industrializados han tenido un peso claramente superior en el consumo de recursos y en las emisiones que los países pobres del Sur global y, sin embargo, son estos últimos los que sufren las más graves consecuencias. Algo similar sucede en términos de clases sociales: el 1% más rico del planeta emite 30 veces más CO2 de lo que sería necesario para cumplir los objetivos contra el calentamiento global, pero son las personas con menos recursos las que se encuentran más expuestas. Es por ello que la responsabilidad individual únicamente podrá ser efectiva si viene acompañada de medidas y regulaciones de largo alcance, que sean capaces de anteponer el bien común al beneficio privado de unos pocos, y en particular, que permitan revertir la degradación medioambiental y las catástrofes que amenazan a las poblaciones de origen de estos migrantes climáticos.
En lo que respecta a la segunda cuestión, sabemos que la inmigración rara vez se recibe con los brazos abiertos, y teniendo en cuenta la ausencia de categorías específicas para los migrantes climáticos a ojos de los Estados, este caso no será una excepción. Generalmente, los Estados de destino imponen una serie de condiciones para permitir la llegada de migrantes, que son difícilmente asumibles por parte de quienes escapan de estos contextos de precariedad. Así, especialmente desde los países del Norte global se busca favorecer determinados perfiles, siguiendo una lógica eminentemente utilitarista y fundamentada en intereses económicos, que dificultan la entrada de migrantes por los cauces legales.
Por el contrario, estos Estados emplean un gran empeño en guardar sus fronteras de aquellas personas que son rechazadas. Para ello, las estrategias son múltiples, y no se limitan únicamente a levantar altos muros en sus fronteras militarizadas: un claro ejemplo de ello y que nos incumbe directamente es la externalización de fronteras que realiza la Unión Europea, mediante acuerdos y presiones a terceros países con el fin de que estos países hagan el trabajo sucio. No obstante, mientras las condiciones en origen no cambien, estas personas seguirán migrando, aunque para ello deban hacerlo de forma irregular y exponiéndose a grandes peligros y situaciones de inseguridad. Este aspecto, además, se ve multiplicado en el caso de las mujeres, víctimas mayoritarias de violencia sexual o de redes de trata y tráfico de personas.
Como consecuencia, las políticas restrictivas de los Estados de destino conllevan que la vida y los derechos humanos de las personas migrantes estén siendo dejados de lado de forma consciente, y no hay señales de que esta situación vaya a mejorar en un futuro cercano, sino todo lo contrario, ante el auge de los discursos anti-inmigración. Frente a este escenario, nuestro papel como miembros de la sociedad civil pasa por denunciar esta normalización de la vulneración de derechos humanos cometida contra las personas migrantes, y presionar hasta lograr un cambio normativo en el que la hostilidad no sea la actitud por defecto frente a los y las migrantes.
En definitiva, ambas cuestiones requieren valentía y voluntad política para construir un mundo un poquito mejor, en el que los derechos humanos y la protección de nuestro planeta sean algo más que simples proclamas.