
LOS NO-LUGARES
Aeropuerto de Adolfo Suárez, Barajas.
Madrid, 15 de agosto de 2019
Un aeropuerto, un avión, un viaje. Cosas tan cotidianas, de nuestro día a día. Viajar para nosotras las europeas es un acto que nos permite ejercer nuestra libertad.
Los aeropuertos, descritos como no-lugares por el sociólogo francés Marc Augé, acogen a millones de personas cada día. Personas que no comparten ningún propósito en común, ningún espacio permanente que podría unir sus identidades. Simplemente pasan por las terminales en búsqueda de su puerta de embarque, entran en el avión y se abren a su próximo destino. Laboral, de ocio… no importa. Se ponen, libremente, en movimiento y nada más.
Hoy, mientras espero un avión que me va a llevar a Katsikas, en Ioannina, Grecia, delante de mí está sentada una familia. Dos niñas menores de edad, su madre y su padre. Los cuatro van a compartir un viaje de vacaciones de verano. Personas sonrientes, relajadas, con ganas de conocer su próximo destino, también en Grecia. Las pequeñas están jugando con unas pegatinas mientras la madre y el padre, tranquilamente, esperan el momento de hacer cola y entrar en el avión.
Pero esta es solo una manera de viajar. Hoy en día, en Europa, tengo la sensación, de que estos viajes de relax, ocio, vacaciones o trabajo son los menos relevantes, los que menos atención deberían llamar.
Porque hay otros. Hay viajes en los que te juegas tu vida. En los que no sabes si vas a llegar a tu destino. Por decisiones políticas que no dependen de ti, un día decides dejarlo todo atrás, recoger lo imprescindible para sobrevivir y echar a correr. Tú y tu familia. Y tus hijas no pueden parar en un quiosco para comprar algo que les entretenga durante su viaje. Y tu rostro no emana tranquilidad. Y tienes miedo de que no lleguéis y de que, si llegáis, no os acojan; de que paséis incontables días en altamar porque los gobiernos europeos no os dejen entrar; de que acabéis en un campo de refugiados sin salida; de que os arresten; de que os separen; de que os perdáis por el camino. De que alguien de los que más quieres, muera.
Son estas las historias que tuve la oportunidad de escuchar mientras entrevistaba a 17 mujeres, las más valientes que conozco, que en marzo de 2015 decidieron en un acto de bravura dejarlo todo y huir con sus familias de Siria. La guerra las echó a todas. Algunas viajaron a Grecia con sus familias, otras lo hicieron solas. Una se perdió mientras cruzaba las montañas de Turquía y estuvo sola en el campo de personas refugiadas en Katsikas. Después de un largo viaje en el que, según algunas de ellas, “han visto la muerte más de una vez”, llegaron al entonces recién abierto campo de Katsikas. Su primera sensación: alivio por haber llegado y esperanza hacia el futuro. Cuál no fue su decepción cuando vieron las condiciones que les esperaban allí. Tiendas de campaña, frío y, a cada gota de lluvia que caía, inundaciones continuas.
Todas las mujeres que decidieron hablar conmigo son madres. Todas, también, son esposas. Esto hace de ellas las responsables máximas del círculo de cuidado de sus familias. No se pueden rendir. No se pueden cansar, por lo menos a ojos de sus familiares. Nuestra sociedad hace de la madre una persona que está a cargo las 24 horas del día.
Pero imagina que no tienes zapatos para tus hijas. Imagina que no tienes mantas para que no pasen frío y no puedes salir simplemente a comprarlas a una tienda del barrio. Tu familia pasa hambre y no puedes remediarlo. ¿Dónde deja a una madre, a una mujer, esta situación de estrés y exigencia constante?
El Venizelos International Airport
Atenas, 15 de agosto de 2019
En el transcurso del vuelo de Madrid a Atenas he estado reflexionando sobre cómo escribir este texto sin caer en un dramatismo exagerado. No quiero que se vuelva sensacionalista ni pretencioso. Se trata de hablar de un pequeño trocito de una realidad que, encima, no es mía. Yo solo aparezco como un canal de comunicación. Una mensajera que tuvo la suerte de poder descubrir unas realidades fuera de lo común. Personalidades que tocaron mi corazón.
Ahora, de nuevo sentada en un no-lugar, el aeropuerto de Atenas, donde hago mi trasbordo para llegar a Katsikas, otra vez siento lo pasajero que es todo aquí.
¿Lo sintieron así las mujeres sirias con las que hablé, que vivieron una media de un año y medio en el campo de personas refugiadas en Katsikas?
Lo que es seguro es que durante su estancia, en los únicos espacios donde pudieron desactivar todas sus alarmas fue en los que ellas denominan “jaimas de las mujeres”. Espacios donde podían quedar, descansar, hablar, relajarse, quitarse el velo y, simplemente, estar. Sin agenda. Sin actividades. Disfrutar de su compañía y compartir el día a día del campo. Había varios espacios, incluso uno diseñado particularmente para las mamás con bebés más pequeños, y en todos la principal presencia y la identidad clave era la suya. Allí, por un momento, dejaban de ser madres, esposas, hijas, hermanas o tías… Allí eran solo amigas que disfrutaban de vivir unos momentos en tribu, donde los problemas de la vida diaria del campo de refugiadas parecían atenuarse y, aunque fuese por un breve instante, se quedaban en un segundo plano.
Las mujeres con las que he podido hablar recuerdan con nostalgia estos momentos. Consideran que fue precisamente allí, en estos espacios exclusivos para mujeres, donde se forjaron sus amistades y sus vínculos más fuertes. Aunque hoy en día están esparcidas por distintas partes de Europa, todas ellas siguen en contacto y hablan a menudo. Intercambian fotos de sus hijas e hijos, se cuentan sus experiencias y logros en los países de acogida. Para ellas todo empezó allí, en las jaimas de las mujeres, donde podían bailar, llorar y reír juntas.
Sobran sus palabras para explicar la importancia de esos espacios. La salud y el bienestar mental de las mujeres rara vez son tenidos en cuenta como se debiera en las situaciones de emergencia, y son solamente espacios como estos, autoorganizados y libres de vigilancia externa, los que constituyen una oportunidad real de cuidarse mutuamente. Pueden ser un lugar de tranquilidad en medio de la tormenta. Pueden descargarse emocionalmente, exhaustas tras el largo y traumático viaje que tuvieron que hacer.
¿Qué derecho hay a quitárselos? Porque hoy, en el año 2019, el campo de personas refugiadas de Katsikas sigue existiendo. Pero en él no hay espacios dedicados exclusivamente para el uso de las mujeres del campo. El campo va camino de convertirse en un no-lugar permanente. Las voluntades políticas de Europa no dan soluciones válidas para las personas que viven en él y las mujeres, otra vez, están al final de la cola de sus prioridades. Los espacios, las jaimas de las mujeres que existieron en los inicios del campo de Katsikas, ya no están. Fueron destruidas por los militares. Ahora algunas de las ONGs que siguen trabajando con la población del campo planifican ciertas actividades destinadas y cerradas exclusivamente a las mujeres. No es suficiente. No es lo mismo tener que ir a una actividad y encajarla dentro de tu orden de vida diaria que contar con un espacio que puedas gestionar junto con otras compañeras y al que siempre tengas acceso. Para sentarte. Para tomarte un té. Para estar en silencio. Para quedar a echar unas risas. No es lo mismo tener una hora prevista a la semana que la libertad de movimiento y de acceso a un lugar donde te sientes segura y escuchada. Relajada. Apoyada por otras mujeres de tu tribu.
Estos espacios son importantísimos. Si queremos reivindicar la importancia de las que cuidan, si queremos ayudarles a que se puedan cuidar a sí mismas, es imprescindible luchar por su existencia. Es de feminismo reivindicar su relevancia y ayudar a que se conviertan en una prioridad a la hora de diseñar la infraestructura de los campos de refugiados. Empecemos por Katsikas.