
BUSCARSE LA VIDA
Uno estaba sentado en el muro de Melilla la vieja, cabizbajo. “Estará sufriendo el bombazo del pegamento que acaba de esnifar”, pensé nada más verlo. El otro cruzaba la calle, una y otra vez. Nervioso. A esas horas la ciudad está menos congestionada, que no activa. Los dos estaban en calzoncillos pero con las zapatillas puestas. Mojados. “Les acaban de tirar por la borda. Subieron por el cabo hasta la cubierta del trasatlántico y un guardia les dio una patada y volvieron al mar”.
Lloraban desconsolados. El que estaba de pie ofreció su mano y pasó su brazo sobre los hombros de su compañero de risky. A pesar de haber visto a este chico durante varias semanas, rudo y fuerte, nunca había tenido el más mínimo gesto de afecto. Ambos gritaban de frustración a todo pulmón.
Melilla es la ciudad que nunca duerme. De día, residentes adinerados sacan sus mejores galas por las terrazas de la Plaza de las Culturas. Chicas jóvenes llevan pantalones cortos. Familias musulmanas descargan sus coches para pasar el día en la playa. Niños con camisetas engrasadas piden un euro para comer. Y policías recorren el Río del Oro.

De noche, la terraza del puerto enciende sus brasas para las sardinas, y metros más arriba, dejando atrás la estatua de Franco, activistas reparten huevos cocidos y panecillos a unos 60 chavales de la calle. El bar del puerto pone como banda sonora música fiestera, y tanto menores como mayores de edad empiezan un día más su sueño de llegar a Europa. “Para los más pequeños es incluso un juego, colarse por las rendijas de la valla del puerto, corretear entre los coches que entran al barco, y en cuanto un policía portuario les advierte, escalan de nuevo los barrotes y regresan”. En Melilla el risky, como se conoce comúnmente a esta actividad, está a la orden del día. Se banaliza. Chicos de entre 8 y 23 años, principalmente de Fez, Marruecos, duermen durante las primeras horas de la mañana en la playa, cuando la policía no hace redadas; si pueden consiguen un teléfono para comprobar marinetraffic.com, y no pierden de vista el puerto y su actividad. En cuanto falte poco para que alguno de los barcos parta para la península –Balearia, Transmediterranea y el preferido de muchos, Armas-, empieza la acción. Saltar vallas, colarse entre las concertinas, descender muros, colarse en autobuses, engancharse a bajos de camiones, entrar en contenedores, escalar cabos… Cualquier método es bueno siempre que no te pillen.
Esta noche, los dos chicos no lo han conseguido. Normalmente aparecen a la mañana siguiente con moratones en espalda, piernas y/o costado de los porrazos recibidos, cortes por todo el pecho y algún que otro esguince o dolor en articulaciones. Hoy era dolor psicológico.
Lo que para muchos melillenses son moros que llegan, consumen los recursos de la Administración –si son menores no acompañados, la Administración tiene que tutelarlos- y cogen un barco dejando mala imagen para la ciudad; es el plan de vida para los protagonistas.
Entrar en Melilla como menor marroquí es, tristemente, una dura condena. En la ciudad autónoma se ve claramente que no todos los seres humanos somos iguales. Hay clases sociales entre los inmigrantes: si no eres ni marroquí ni argelino, pides asilo en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), que a pesar de que está lejos del centro, concretamente al lado de la frontera con Nador, y que no hay reglamentos internos que regulen las condiciones de acceso, criterios de expulsión, régimen disciplinario o el orden de salida a la Península; lo cierto es que tienes un techo donde comer tres veces al día, una cama y una continuidad en el plan de vida. Los grandes afortunados son los que consiguen entrar en la Gota de Leche: principalmente niñas, disponen de un centro a pie de playa, con cursos formativos, seguimientos de tanto comidas como comportamientos y sanidad, y obtienen la residencia. El pie de esta pirámide social se llama Centro La Purísima. Seguramente sonará por artículos como educador apuñala a niño (El País), el lugar del que huyen los niños en Melilla (eldiario.es) o detenido por abusar de menores a cambio de droga (El País). Sí, La Purísima es la jungla. Es el centro donde los niños inmigrantes no acompañados (jurídica y despectivamente conocidos como MENAS) deben quedarse mientras se investiga su situación y posible reagrupamiento, o se consigue la residencia española. La realidad: una antigua sede militar a más de 30 minutos caminando al sol y por la carretera del centro, donde los menores no reciben más que un vaso de agua y un trozo de pan para desayunar, no hay duchas con agua caliente, se comparten colchones pequeños en habitaciones excesivamente pobladas, no se ofrece ropa ni utensilios de aseo y los educadores son acusados por violencia y malos tratos.
¿Qué ocurre? Que los niños no quieren pasar por ese centro y prefieren la calle. Como estos dos chicos. Prefieren pedir comida por la calle, caminar descalzos cuando la policía les tira sus zapatillas al intentar hacer risky y dormir en cuevas frente al puerto. Es una vida muy dura para un niño que ha abandonado su hogar para tener un futuro mejor. Un niño que prefiere ser despreciado por agentes de seguridad y ciudadanos de la ciudad. Que prefiere llevar consigo siempre sus papeles para cuando la policía le detiene, y arriesgarse a pasar unos días en el calabozo si es mayor de edad y que el coche patrulla le deje en la frontera sin haber hablado con ningún abogado.
Ahora los chicos arrastran los pies por el paseo marítimo. Primero estaban desesperados, después encontraron como aliado el pegamento –sustancia que entra por Marruecos y que se identifica al ver a un chico con una bolsa de plástico entre sus labios, aspirando- y el alcohol, y ahora todo era resignación y que mañana es otro día. Y efectivamente, al día siguiente volvieron a colarse por el puerto. Así durante todos los días desde que estoy en Melilla.