
TRATA Y TRAFICO DE MUJERES Y NIÑAS MIGRANTES
Las personas migrantes, por el mero hecho de ser vistas como migrantes y no esencialmente como personas, sufren innumerables violaciones de sus derechos humanos durante sus procesos migratorios. La trata y el tráfico de personas son algunos de los fenómenos que constituyen la gran amalgama de estas degradaciones que atentan contra la integridad y dignidad, tanto física como psicológica, de dichas personas. Pero, ¿qué diferencias hay entre estos dos conceptos? ¿Sobre quiénes se aplica?
Aunque muy débil es la línea que separa a la trata del tráfico, existe una clara disimilitud. La trata es la captación, transporte o recepción de personas a través del uso de poder y otras formas de coacción como amenazas, raptos, engaños o la concesión-recepción de pagos con fines de explotación, la cual incluye la prostitución ajena, explotación sexual, trabajos y servicios forzados, esclavitud, servidumbre o extracción de órganos (Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños, BOE, art. 3). No debemos olvidar que es, ante todo, un delito que conlleva la violación de varios derechos humanos y que lleva produciéndose durante siglos, no dejando de generar miles de víctimas cada año.
En el caso del tráfico de personas, la persona migrante contacta de forma voluntaria con un traficante para que este le facilite el traslado a otro país donde encontrar mejores oportunidades. La trata, sin embargo, no supone necesariamente que se produzca un traslado.
En esencia, la trata de personas implica la ausencia de consentimiento válido y la explotación del cuerpo, mientras que el tráfico requiere como premisa la voluntariedad de la persona y un consecuente cruce fronterizo. Asimismo, el tráfico de personas tiene por lo general como protagonistas a un alto porcentaje de hombres; en contraposición, son mujeres y niñas en su mayoría las víctimas de trata. Ambas prácticas son delitos y van de la mano de la vulneración de los derechos y dignidad de las personas.
Con la incesante criminalización de la figura del migrante, se ha ido desarrollando toda una narrativa acerca de las migraciones y una clara vinculación de la trata y tráfico de personas con los fenómenos migratorios. No olvidemos que la trata bebe tanto del país emisor como del país demandante. Se nutre, pues, de la vulnerabilidad que sufren las personas migrantes, y en concreto, de las mujeres y de las niñas. ¿Por qué? Por su exposición directa a la explotación sexual.
El principal dilema que gira en torno a esta problemática es la priorización de la persecución de la víctima, el delito como principal componente a examinar -fuera del factor psicológico, social o político que pudiera darse- y el control migratorio. Esto es lo que impera en mayor medida frente al momento en el que las mujeres y niñas que se han encontrado en una situación de trata piden protección y apoyo. Es decir, se da una clara instrumentalización de las víctimas, concibiéndolas no como personas que necesitan protección sino como objetos de investigación A esto se le añade una mala praxis por parte de las autoridades en la detección e identificación de las víctimas: existe un fallo estructural donde el primer paso a seguir en estos procesos (identificación temprana) en muchas ocasiones no tiene lugar, haciendo imposible la detección y protección posteriores. Como consecuencia, el porcentaje de las mujeres y niñas identificadas como víctimas de trata es inconcebiblemente más baja que el verdadero número.
A las víctimas se les exige su colaboración de cara a las autoridades, con la “amenaza” de que, si no cooperan, serán deportadas o revisada su condición de regularidad. Por esta misma razón, muchas mujeres se niegan a denunciar, puesto que el hecho de que la policía sea el único organismo e institución que tenga la competencia de formalizar esa detección como sujeto de víctima, supone que esta última vea limitadas las ofertas de ayudas que pueda necesitar.
Es por tanto necesaria una identificación formal de las víctimas a través de un enfoque de género y la desagregación de los datos sobre hombres y mujeres migrantes. Según Amnistía Internacional, los datos y cifras del gobierno se fundamentan en las operaciones policiales y no en indicios de trata, lo que invisibiliza a muchísimas mujeres y niñas. Asimismo, es recurrente la caída en estereotipos de género en el momento de la identificación de la víctima: desde el enfoque policial, este reconocimiento perfila las víctimas de trata partiendo de la base de lo “esperado” (heterosexual, con símbolos de violencia física, irregular, extranjera, migrante, mujer, pobre, negra) y no contemplando la inmensa pluralidad e interseccionalidad que puedan llegar a constituir a estas personas.
Es importante entender la disparidad en términos de género que reflejan las cifras sobre víctimas de trata. Según un informe de la OIT de 2017, unos 40 millones de personas fueron subyugadas en el año 2016 bajo la forma de esclavitud: trata, trabajo forzoso y matrimonio forzoso, entre otros. De estos 40 millones de personas, el 72% fueron mujeres y niñas, y, en términos y fines de explotación sexual, estas suponen el 99%. De igual modo, podemos observar gracias a un informe de 2018 de la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Crimen (UNODC), que, de las 26.750 personas detectadas como víctimas de trata, el 49% corresponde a mujeres, el 21% a hombres, el 23% a niñas, y el 7% a niños. En todos estos casos, mujeres y niñas son las que sufren más vulneraciones: sus cuerpos son una mercancía que poder explotar en mayor medida que el resto de cuerpos.
Uno de los mayores riesgos que asumen las mujeres y niñas víctimas de trata y tráfico es esa manifiesta falta de seguridad y de respaldo legal. Lo que lleva a estas mujeres migrantes a hallarse en tales situaciones no es más que la producción y reproducción de la desigualdad de poder entre hombres y mujeres (entendida ésta dentro del ortodoxo y restrictivo marco binario del género). En este caso, trabajo y sexualidad van unidas de la mano: la histórica falta de autonomía de la mujer respecto del hombre ha despojado a esta de numerosas libertades que el hombre ha ostentado desde tiempos inmemoriales. De ahí que casi tres cuartas partes de las personas víctimas de trata sean mujeres y que sean asimismo privadas de toda identidad propia, autonomía y poder personal. El problema, por lo tanto, radica no solo en la incorrecta identificación por parte del poder estatal y del poder policial de mujeres y niñas como víctimas de trata y tráfico, sino también en toda esa violencia estructural que conlleva la falta de garantías para la dignidad y derechos de la víctima y que supone la necesidad de una completa deconstrucción del sistema patriarcal y del poder policial.
Estas prácticas punitivas -trata y tráfico- siguen actualmente ocupando un enorme lugar dentro de la lógica de esa precarización del cuerpo femenino. Se entiende, por tanto, la escala del cuerpo como una superficie discursiva, productiva y extractiva a merced del poder patriarcal legitimado. Como dijo Galeano -aunque de otro tema se tratase-, “la violación graba a fuego una marca de propiedad en el anca de la víctima, y es la expresión más brutal del carácter fálico del poder” (Galeano, E. (2015). Mujeres. Siglo XXI Editores. P. 157). Existe un constante lucro, una notoria cosificación y una consolidación del aspecto económico fundamentado sobre el cuerpo de la mujer y de la niña. En definitiva, no solo es necesaria una completa reconstrucción de la manera en la que por parte de los Estados se identifica, apoya y trata a estas víctimas, sino también una reconsideración y replanteamiento del hecho de que todo el proceso de trata y tráfico desde principio a fin está directamente relacionado con el control migratorio y que, en esencia, son sus derechos como migrantes y como personas los que siguen siendo vulnerados hasta el día de hoy.
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