
MORIA: UN INFIERNO EN EUROPA
Hace dos años, por estas fechas, acababa de volver de Grecia, allí pasé varios meses como voluntaria en el campo de personas refugiadas de Katsikas, al norte del país. Cuando regresé a mi vida “normal”, lejos de las piedras del campo y de las frías tiendas, quise creer que la situación de las personas solicitantes de protección internacional que permanecían en Grecia sólo podía ir a mejor, ¿cómo iba a empeorar aquello? Quería pensar, con todas mis fuerzas, que ya había habido suficiente dolor, que las políticas de la intolerancia y el racismo tenían los días contados, que la Europa fortaleza acabaría por derrumbarse ante la solidaridad y la necesidad de crear lugares seguros para aquellos que huyen del terror. Quería convencerme de que los Derechos Humanos iban a ganar la partida.
Dos años después, junto con la Asociación Amigos de Ritsona, decidí regresar a Grecia. Esta vez nuestro destino era la isla de Mytilene donde se encuentra el campo de personas refugiadas de Moria. El objetivo del viaje era documentar la situación de los habitantes de este campo, intentar que algún telediario o periódico considerase noticia las enormes atrocidades que están teniendo lugar allí. Además, queríamos visitar a las organizaciones que se encuentran en terreno y con las que colabora la asociación.

Mytilene forma parte de las islas griegas más cercanas a Turquía, por este motivo es uno de los puntos de entrada de solicitantes de protección internacional. Una vez llegan allí lo que les espera durante los primeros meses, o incluso años, de su estancia en Europa es Moria: un campo preparado para 3000 personas en el que malviven cerca de 9000. Cuenta con un sólo médico oficial y un baño para cada 100 personas. Las colas para recoger cada una de las comidas llegan a superar las tres horas. Su masificación provoca que los containers llamados “isobox”, preparados para una familia, alberguen hasta cuatro, y que los cortes de luz sean frecuentes y diarios. La inseguridad y las peleas no son la excepción, llegando las mujeres a dormir con pañal para evitar salir de sus tiendas de noche.
Nada más salir del aeropuerto de esta turística y tranquila isla, te encuentras de frente con la costa turca a tan pocos kilómetros de distancia que, por un momento, da la sensación de poder cruzar hasta allí a nado. Esa escasa distancia es el último tramo de un largo recorrido que empezó en Afganistán, Iraq, Siria, Yemén o República Democrática del Congo. Esa escasa distancia separa a quienes tuvieron la suerte de nacer en Europa de aquellos que se juegan la vida por pisarla. En esa escasa distancia se erige, invisible y poderoso, uno de los muros de la Europa fortaleza.
Atracados a lo largo de toda la isla se pueden ver enormes barcos de rescate, preparados en todo momento para salir en busca de aquellas personas cuya vida pudiera correr peligro en su intento por cruzar el mar en busca de un futuro seguro y en paz, de un mañana mejor para sus hijos, de unos derechos que les fueron reconocidos pero que nadie se molestó en respetar.
Perdón, por un momento me he dejado llevar por la emoción. Donde dije de rescate quise decir de Frontex. Esos enormes barcos, con tripulación numerosa y con una financiación muy potente detrás, no están allí patrullando para ayudar a las personas cuya vida pudiera correr peligro. Están allí para salvaguardar el territorio europeo de quienes hemos decidido considerar un peligro.
Para hacer guardia en la costa y lanzarte al mar a salvar vidas necesitas un permiso especial y no muy fácil de conseguir. Son pocas las organizaciones que disponen de él y vigilar la cosa en plena noche o en días de temporal se vuelve una tarea bastante difícil.
La prisión que es Moria está rodeada de vallas coronadas con alambre de espino porque es un área restringida y a ella sólo pueden acceder las personas que malviven en el campo y quienes tengan autorización para ello. Dicha autorización no se otorga a todo el mundo y tampoco es fácil de conseguir. Una vez que la tienes pasas a formar parte del entramado del campo y denunciar públicamente las atrocidades que allí se comenten puede significar, no sólo tu expulsión del campo, sino también la prohibición de entrada. Este es el motivo por el que determinadas organizaciones han decidido trabajar día a día a la puerta del campo y no dentro del mismo, para evitar ser cómplices de las violaciones sistemáticas de Derechos Humanos que tienen lugar en Moria.
En este punto cabe señalar que el problema de este campo no es sólo lo que ocurre dentro de las vallas que lo rodean, sino también la situación que se vive junto a él, donde se encuentra el llamado “campo de los olivos”.

El campo de los olivos es un campo de los llamados “informales” o “ilegales”, ya que no ha sido establecido por UNHCR ni por las autoridades competentes. Nacen de manera espontánea y van aumentando conforme llegan más personas al terreno. Este campo es consecuencia indisoluble de la masificación de Moria y alberga ya a unas 1000 personas que viven, literalmente, en un campo de olivos. Ellas no cuentan con isobox, sino que viven en tiendas. La electricidad que llega a la parte alta del campo deriva de empalmes mal hechos con la red eléctrica de Moria y que han provocado ya varios incendios. Los que acampan en la parte baja, los recién llegados, no disponen de luz. Los baños portátiles se pueden contar con los dedos de una mano y, en cuanto a las comidas, entran dentro del reparto de Moria. Al tratarse de un campo informal la presencia de ONGs es bastante escasa, de hecho sólo vimos una.
En estos campos la mayor parte de la población es afgana, aunque también hay yemeníes, congoleños, senegaleses, sirios, iraquíes… Un muchacho de Yemen nos explicó que los que provenían de Siria o Iraq pasaban menos tiempo en Moria, ya que Europa les estaba concediendo protección subsidiaria y su proceso era más rápido porque estaba más o menos asegurada su protección. La situación de los afganos o los africanos es bien distinta, ya que la mayor parte de países de la Unión Europea los considera inmigrantes económicos y, además, sin derecho a reubicación por lo que sólo podrían pedir asilo en Grecia. Es por ello por lo que pueden llegar a pasar meses e incluso años en Moria a la espera de una resolución que, casi con toda seguridad, será denegando su solicitud.
Los refugiados con los que hablamos nos explicaron que dentro del campo había una cárcel: unos isobox de mayor tamaño donde las autoridades llegan a encerrar a las personas migrantes durante meses por diversos motivos. Por ejemplo, puede ser que haya una pelea y consideren que eres uno de los responsables y, sin pruebas ni procedimiento judicial o administrativo alguno, te encierren a modo de castigo. También puede ser que hayas tenido algún comportamiento que consideren que debe recibir como castigo la privación de libertad. Se ha llegado a utilizar esta detención como medida de presión para que vuelvas de regreso al país de dónde viniste, porque Europa quiere que te vayas.
En este panorama descrito la salud mental de los adultos sufre un grave deterioro, pero también ocurre con la de los menores. De este modo, se han registrado conductas depresivas y suicidios en niños y niñas de 6 y 7 años. No es extraño descubrir que muchos de sus juegos se desarrollan con palos simulando pistolas. Tampoco lo es verlos cumplir funciones de cabeza de familia con sus hermanos y hermanas menores.
Compartir un té con estas personas y hablar con ellas sobre la vida supone verlos extrañar un pasado donde todo fue mejor, donde tenían un país al que llamar hogar y donde nunca imaginaron que terminarían siendo solicitantes de asilo.
Poner un pie en el campo de los olivos o en Moria implica poner un pie en lugares que no pueden alejarse mucho de lo que debe ser el infierno. Significa ser testigo directo de que lo que una Europa que se erigió sobre la solidaridad ha decidido hacer con los Derechos Humanos. Significa no ser capaz de entender cuál es el motivo por el que estas personas estorban tanto en un continente de población envejecida y necesitado de humanidad, multiculturalidad y trabajo. Significa muchas cosas y cada una de ellas duele más que la anterior.
Poner un pie en estos lugares de desesperanza también implica conocer a gente que no se ha cansado de luchar, migrantes que a pesar de todo lo vivido siguen con tanta fortaleza hacia adelante que son ejemplo de fuerza y dignidad, y también a personas maravillosas que han hecho de la solidaridad y la empatía su bandera y se dedican día a día a intentar mejorar esta situación, dentro de sus posibilidades y con mucho amor. Voluntarias y voluntarios que han interrumpido sus vidas ante esta barbarie, porque no quieren ser cómplices de tanto dolor. Un poquito de esperanza nunca está de más, y es que quizá somos más quienes queremos poner fin a estas políticas de muerte y, por qué no, algún día juntas y juntos podremos conseguir poner más corazón y más raciocinio en medio de tanto despropósito.
Toca hablar del cementerio de chalecos salvavidas, ese lugar donde se amontonan barcas y motores, chalecos, ropas y zapatos. Ese lugar en el que hablar parece un sacrilegio, donde se hizo el silencio en nuestro grupo nada más llegar.

Los chalecos rasgados muestran un relleno que lejos de ayudar a flotar probablemente cumplan la función contraria. Flotadores para piscinas con la precaución “no usar en mar abierto” escrita en las instrucciones y que, sin embargo, fueron empleados como elementos de seguridad por las mafias para que quienes huyen del horror cruzaran esos escasos y mortíferos kilómetros que separan Turquía de Grecia.
El mensaje de Europa retumbaba entre estas colinas con una claridad ensordecedora: no os queremos aquí. No vengáis.
Miles de chalecos, cada uno de ellos una historia, cada uno de ellos una vida.
Europa no quiere testigos de su barbarie, quiere que esta situación caiga en el olvido, quiere que su fortaleza, levantada sobre un negocio millonario de murallas, guerras y vigilancia, quede intacta y prevalezca sobre la solidaridad y los Derechos Humanos. Pero somos muchas las personas que cada día que pasa luchamos por cambiar esta política inhumana de sufrimiento y dolor y si hace dos años quería pensar, con todas mis fuerzas, que ya había habido suficiente dolor, que las políticas de la intolerancia y el racismo tenían los días contados, hoy lo creo más que nunca. Porque los muros se derrumban y allí estaremos todas y todos preparados para construir puentes.