
2020, UN AÑO MUY DIFERENTE
La pandemia originada por la COVID-19 ha sacudido el planeta como nunca antes había sucedido. Por primera vez en la historia de la humanidad hemos podido seguir en tiempo real la rápida expansión de una enfermedad desconocida a nivel mundial y, actualmente, somos testigos de su evolución en un ambiente protagonizado por la incertidumbre. Hemos sentido el miedo y la pérdida de seres queridos en todos los corazones vivos del mundo y nos hemos rebelado conjuntamente contra la muerte, la enfermedad y sus secuelas.
La única seguridad que tenemos ahora mismo es que todas las personas somos vulnerables, aunque no lo somos de la misma manera. Nadie escapa a la peligrosidad del virus, ya sea por el riesgo para la salud propia o por el de contagiar a otras personas, pero se está cebando con quienes ya estaban enfrentándose a unas condiciones vitales más adversas. La coyuntura provocada por el coronavirus ha evidenciado la brecha de la desigualdad -que, por supuesto, ha seguido creciendo este año-, ha visibilizado la brecha digital y se ha traducido recientemente en la brecha de la esperanza, pues los países más ricos, que representan solamente el 14% de la población mundial, ya se han encargado de acaparar más de la mitad de las primeras vacunas.
Este fenómeno global ha mostrado sin paliativos los crueles efectos de un sistema que prioriza la economía sobre la vida de las personas, una jerarquía absurda que, afortunadamente, la sociedad civil se empeña en subvertir a base de redes ciudadanas de apoyo que se ocupan de los cuidados a lo largo y ancho del planeta y que se han hecho más visibles durante la crisis del coronavirus. No solo en cuestiones materiales; el confinamiento también nos ha hecho más sensibles a la crudeza de la soledad impuesta, que golpea especialmente la vida de muchas personas mayores, y también han proliferado las iniciativas dirigidas a que el aislamiento social no se cronifique como un mal en el siglo XXI. El poder rescata al poder; las personas, a las personas.
Prueba de ello han sido las y los artífices de que no colapse el sistema sanitario español, que se presumía universal y bien dotado, pero que se ha revelado insuficiente y terriblemente diezmado por la codicia privatizadora. Ha sido y es el personal sanitario -y no las Administraciones- quien resolvió y continúa resolviendo la papeleta con su responsabilidad, su esfuerzo y a costa de su propia salud.
La pandemia también ha puesto en valor sectores profesionales vilipendiados, como el agrícola o los cuidados, que, a pesar de constituir actividades totalmente esenciales para la vida, son muy precarios y están deficientemente regulados. Muchas de las personas que trabajan en estos sectores son extranjeras y una gran cantidad de ellas se encuentra en situación administrativa irregular porque España se niega a reconocerlas como las personas de pleno derecho que son, al igual que a todas las demás personas que están en esta misma situación administrativa en el territorio estatal y para las que es necesaria una regularización ya. La ciudadanía se ha encargado de recordárselo a un gobierno que utiliza lo social para maquillar sus discursos, pero rechaza hacer políticas que realmente sitúen a las personas en el centro.
La necesidad de reconocer los derechos de las personas para que puedan normalizar sus vidas es clara como el agua (ese mismo bien común, vital y sagrado con el que el sinsentido economicista ha comenzado a operar en el mercado de futuros de Wall Street como colofón a la oscuridad que nos ha traído este desgraciado 2020).
La COVID-19 también ha constatado el deterioro del rigor estadístico e informativo que están atravesando nuestras sociedades en estos últimos años, un declive consentido y fomentado por instituciones irresponsables que, una vez más, han preferido supeditar el interés común a los intereses de los partidos políticos y de los poderes fácticos.
La controversia acerca de las cifras de contagios y muertes derivadas del coronavirus a cualquier nivel territorial, es una evidencia más del gravísimo perjuicio que causa la inacción frente al abuso. Como sociedad, estamos permitiendo un nivel de manipulación tal por parte de nuestros representantes, que ya no podemos confiar ni siquiera en la mismísima neutralidad de los números, pues la objetividad de los datos está en serio peligro de extinción.
La desprotección del derecho a la información y la falta de transparencia imposibilitan la fiscalización de los poderes públicos, lo que impide la depuración de responsabilidades y conduce irremediablemente a la impunidad. Esta secuencia que resulta tan evidente al ponerla en relación con el contexto del coronavirus, desgraciadamente es una constante en multitud de asuntos. La lógica invita a pensar que esta tolerancia social solo existe en cuestiones menores, pero, como ha probado la pandemia, no es así.
En este clima de vulnerabilidad, desconfianza e inseguridad, las fake news están en pleno apogeo y los discursos de odio han proliferado como nunca en la historia reciente, lo que ha alimentado la crispación y el miedo y ha contribuido a la radicalización -y a la mejor manipulación- de un gran número de personas que priorizan el gusto por el privilegio sobre el pensamiento crítico y solidario.
El ruido intencionado y la opacidad se ciernen sobre temas sustanciales que afectan a los derechos más básicos siempre que haya intereses económicos o políticos de por medio. Lo sabemos bien quienes nos dedicamos a la defensa de los derechos humanos en general y a la de los derechos de las personas en movimiento en particular, pues el caso del dispositivo deportador y la industria del control migratorio es una manifestación paradigmática de esta oscura secuencia que ataca a las personas que debe proteger y exime a las personas que debe castigar.
Es cierto que 2020 ha sido un año muy diferente: ha habido muchas primeras veces y algunas cosas han cambiado mucho. Otras, sin embargo, no han cambiado nada.
Entre esas primeras veces cabe destacar la ola antirracista que inundó el planeta a consecuencia del asesinato de George Floyd perpretrado por la policía estadounidense. El movimiento Black Lives Matter ha cuestionado el racismo estructural e institucional y ha conseguido despertar las conciencias de millones de personas dentro y fuera de EEUU, con distintos grados de profundidad y de capacidad autocrítica acerca de la existencia de este mal en cada comunidad. Al volver la cara a España, vemos que el racismo y la xenofobia también han estado muy presentes durante la crisis de la COVID-19 y están tan arraigados en nuestro sistema que su deconstrucción se ha vuelto imperativa y urgente.
La pandemia trajo consigo el cierre de las cárceles racistas que son los centros de internamiento de extranjeros, los CIE, por primera vez en sus 35 años de vergonzosa historia. Desde el 6 de mayo hasta el 25 de septiembre de 2020 ninguna persona extranjera se vio injustamente privada de libertad por un Estado, el nuestro, que elige avalar y llevar a cabo prácticas que atentan directamente contra los derechos humanos en lugar de garantizar los derechos de las personas que se encuentran en su territorio, un Estado que tiñe de legalidad la ilegitimidad de sus actuaciones mediante una actitud propia del nazismo. Desde su reapertura, los CIE han vuelto a funcionar con la vieja normalidad: la vulneración de todo tipo de derechos por parte de las autoridades sucede con la misma sistematicidad e impunidad de siempre y las organizaciones y colectivos que apoyamos a las personas internas continuamos la lucha para lograr un Estado libre de CIE. El coronavirus ha pasado a ser tan solo otra enfermedad infectocontagiosa más que se atiende deficientemente -o se ignora- tras los muros de estas cárceles racistas, como sucede a menudo con la tuberculosis; lamentablemente esta situación es extensible a todo los centros de internamiento de extranjeros, estén donde estén.
También fue en 2020 la primera vez que el Estado reconoció su responsabilidad en la muerte de una persona encerrada en un CIE y procedió a la reparación patrimonial a la familia de la víctima, Samba Martine, fallecida hace nueve años en el CIE de Aluche en Madrid.
La obsesión de España y de la UE por impedir que determinadas personas extranjeras alcancen sus territorios o se establezcan en ellos es la mayor fuente de violaciones de derechos y muerte de hoy en día; en 2020, más de dos mil personas han perdido la vida tratando de llegar a España y las vulneraciones de derechos humanos en las deportaciones se han consolidado como una práctica habitual. Curiosamente, también genera un negocio millonario a costa las arcas públicas (como constatan, por ejemplo, la devolución compulsiva de solicitantes de asilo desde Reino Unido a terceros países europeos antes de la entrada en vigor del Brexit a un coste de 10.000£ por persona, los 130 millones de euros que ha destinado España en los últimos 6 años, o el reciente pago de 200.000€ realizado por España para expulsar a 120 ciudadanos argelinos).
Esta obsesión por expulsar supera lo obsceno. Ni tan siquiera el cierre total de fronteras ocurrido en los momentos más duros de la pandemia consiguió frenar el afán excluyente de los países occidentales que se saben más privilegiados, desdeñando tanto la salud pública como la de las personas en movimiento. España frenó el ritmo de las deportaciones porque no le quedó más remedio (los países receptores rechazaban recibir a nadie y la policía se negaba a operar las deportaciones), pero aprovechó el tiempo para renovar los acuerdos de readmisión con Argelia, Marruecos, Mauritania y Senegal, sacando pechito ante la UE de sus mañas para negociar acuerdos de vergüenza a golpe de talonario y facilitando la ampliación de la terrible externalización de fronteras en África.
La locura que desatan las deportaciones en los Estados europeos demuestra una ausencia categórica de humanidad. No habilitan vías seguras para que las personas en movimiento no tengan que jugarse la vida para llegar a Europa y las rutas migratorias son constantemente bloqueadas y se vuelven cada vez más mortíferas, de modo que la llegada es cada vez más difícil. Además, según los valores que sostienen las leyes fundamentales de los Estados europeos, las personas deben estar en el centro, también de la interpretación de las normas, y es responsabilidad de las instituciones reconocer y garantizar sus derechos y proteger sus vidas, lo que implicaría en este caso facilitar su llegada e inclusión en las comunidades de acogida en condiciones dignas. A pesar de la dificultad de la entrada en el territorio europeo y de la inexistencia efectiva de otras fórmulas legales para ello, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en una interpretación de triple mortal con tirabuzón, consideró dentro de la legalidad vigente la devolución en caliente de dos personas por estar amparada en la Ley Mordaza; mientras, los derechos humanos se desvanecían con cada palabra de la sentencia. El mismo efecto desintegrador causó la sentencia que absolvía a los guardias civiles implicados en el asesinato de 14 personas en Tarajal cuando trataban de entrar en España junto con otros compañeros que fueron devueltos en caliente. Meses más tarde, el Tribunal Constitucional rechazaba las devoluciones en caliente que ha estado llevando a cabo el Ministerio del Interior porque, como era evidente, no cumplen con las garantías mínimas legales (aun así, lo expresó de forma tan ambigua que la gran mayoría de los medios recogieron en sus titulares – interesadamente o no- lo contrario, es decir, que las avalaba). Las devoluciones en caliente constituyen un ejemplo muy ilustrativo de la hipocresía institucional y plantean un innecesario dilema estatal entre defender los derechos humanos en las fronteras o a quienes los vulneran; la polémica continúa.
La Frontera Sur ha experimentado el periodo del coronavirus de forma muy distinta. En todos los lugares que abarca, la pandemia solo ha resultado un personaje secundario que intervenía en la escena.
Por una parte, aunque ha habido menos llegadas, en Ceuta y Melilla los CETI han recuperado niveles de hacinamiento de hace años. El volumen de personas hizo que se habilitaran recursos para evitar que las personas estuviesen en la calle –un albergue provisional y la plaza de toros-, pero, al igual que los CETI, no ofrecían unas condiciones de habitabilidad dignas. A esta situación ya de por sí infrahumana hubo que añadir el confinamiento impuesto a las personas instaladas en estos sitios inapropiados, que fue mucho más restrictivo que el ordenado al resto de la población -aunque los motivos de seguridad esgrimidos para ello, realmente, no se referían a la salud de las personas migrantes-.
Las restricciones extra para las personas extranjeras y sus familias están a la orden del día en Melilla y Ceuta. Lo están para los niños y niñas en edad escolar a los que España les sigue negando la escolarización, a pesar de que hay familias que llevan generaciones residiendo en nuestro Estado (la gravedad de esta cuestión es sustancial y, aunque hasta la ONU se ha pronunciado al respecto, siguen sin poder ir al colegio). También lo están para las personas solicitantes de asilo, a quienes se veta la salida de las ciudades autónomas. Tras varios años de litigio reclamando la libertad de movimiento de estas personas por todo el territorio español, 2020 ha sido el año en que el Tribunal Supremo ha emitido una sentencia reconociendo su derecho a la libre circulación por toda España.
Por otra parte, en Canarias ha aumentado el número de llegadas debido al bloqueo de otras rutas migratorias hacia el continente europeo. Una vez más, el Estado receptor (España, en este caso) juega la baza de lo excepcional e inesperado para enmascarar una falta de previsión y preparación que ya hace tiempo que no son de recibo y que solamente evidencian, una vez más, la ausencia de voluntad política para una adecuada gestión del fenómeno migratorio con enfoque de derechos humanos (como sucede también cada año cuando la aparición del invierno sorprende a Grecia y las personas refugiadas sus campos sufren las consecuencias de esta atroz dejación de responsabilidades).
Basta ya de parches, de soluciones temporales y medidas provisionales que acaban por convertirse en definitivas. Basta ya de hacerse de nuevas en estos temas tan viejos como primordiales. Basta ya de llamar crisis migratoria a la crisis política. Basta ya.
La situación vivida en Canarias, con el puerto de Arguineguín como referencia, no hace más que demostrar que la UE quiere perpetuar su modus operandi en Moria (ni el incendio ocurrido en 2020, ni las interminables tragedias allí ocurridas les han hecho modificar sus métodos). Tanto la Unión Europea como sus Estados miembros continúan apostando por poner el privilegio en el centro y la muerte alrededor. Así lo demuestran las necropolíticas que siguen implementando y tratan de dotar de legitimidad a través de leyes. Esta es la filosofía que inspira el Nuevo Pacto sobre Asilo y Migración, el último lavado de cara por el que apuestan las instituciones europeas, que desgraciadamente marcará el rumbo de unas políticas migratorias cada vez más despiadadas. El control deshumanizador, la solidaridad condicionada, la apología de la exclusión, la externalización de fronteras y la obsesión deportadora enmarcan unas directrices que no auguran ningún buen futuro a las personas en movimiento a las que Europa no considere un activo económico para la región.
Amén de las reflexiones y aprendizajes que pueda aportar esta experiencia catártica global, la crisis del coronavirus ha demostrado que el mundo lo construimos -y lo destruimos- entre todas las personas y que la salud de una, es la salud de todas.
La convivencia en un mundo globalizado exige responsabilidad con todas las personas que habitan el planeta, lo que plantea la imperiosa necesidad de impulsar una ciudadanía global que aprecie la diversidad y el amor, pues solo así conseguiremos vencer al miedo.